domingo, 2 de agosto de 2015

Reportaje, por Laura José


Los bocados que venden la burra y la abuela


Con rebuznos y arengas llegan los manjares que engalanan las mesas de barrios pobres en Cartagena. Una anciana reta el hambre que reina en estas vecindades, con alimentos que coquetean a los bolsillos de poco dinero.


Por Laura José Martínez



La familia de Enilda reconoce que ella es plebe y vulgar en su hablado, pero nadie se atreve a callarla o corregirla.  FOTO: Jorge Giraldo Calle.


Cada rato su familia le reprocha que está muy vieja para seguir en eso; que sus años de campesina pasaron; que sus 13 hijos pueden mantenerla perfectamente a ella y a su señor esposo, ciego por demás. “Yo dejo de vender comida con mi burra el día en que me muera. Ahora es cuando el cuchillo corta”, refiere Enilda Muñoz Vénera entre fuertes carcajadas.

Su risa palpita entre las carcomas y el salitre de su casa. Suena como toz seca; la expulsa desde sus entrañas para adornar la jocosidad y plebedad de sus frecuentes chistes. Su aptitud deja entrever que está por encima del bien y el mal; a sus 78 años de vida, no le teme a las enfermedades ni a la muerte. Lo ha hecho todo.


Rosendo es menor que Enilda por diez años. Él refiere que fue ella la que lo enamoró y resolvió todo para vivir juntos. FOTO: Jorge Giraldo Calle.

Cuando Rosendo Meléndez, el amor de su vida, perdió la vista por una cirugía que en su momento no pudieron costear, la desde entonces matrona asumió el orden de su rancho. “Cada familia tiene que pensar en ‘¿qué vamos a comer?’, ¿qué hay pa’ comer?’. Y de ahí salió mi idea de vender comida cruda a domicilio, con mi burrita”.

Membrillal está en las afueras de Cartagena, una invasión que se agolpa al lado de las más grandes industrias del Caribe. Su suelo es infértil pero por milagros que solo saben hacer los campesinos, esa tierra reseca, polvorosa y ácida, hoy ve crecer apetitosas harinas y frutas tropicales.

Tanta es la fama de Enilda y sus ventas, que hasta su casa llegan vecinos a proponerle cosechas o negocios para invertir en la siembra de tierras. FOTO: Jorge Giraldo Calle.


Las palabras no le bastan para expresarse, sus ademanes dibujan lo que dice. Cuenta que el secreto está en trabajar en cadena: le compra alimentos frescos y de buena calidad a sus vecinos, los lleva en su burra a otros barrios, y los ofrece a precios más bajos que en las tiendas. Comparado con lo que dicta el mercado, Enilda ofrece economía desde 200 hasta 1.000 pesos por producto.

Media hora camina a diario desde Membrillal hasta Policarpa, donde suele vender. El sol de las ocho de la mañana, dice no molestarle en su piel reseca. Recorre un kilómetro dirigiendo a su burra “Morocha”, como si comandara una procesión religiosa. Espanta las moscas que quieren pararse en su mercancía, con gritos iracundos y ramas que arranca a los bordes de la carretera.


A la vivienda no le invierten dinero porque están a la espera de una reubicación. Su casa está en predios donde se construirá la ampliación de carreteras nacionales. FOTO: Jorge Giraldo Calle.
El sonido de los cascos en las polvorosas calles llenas de piedras y escombros, es la señal para que de casa en casa salgan mujeres y niños a mercar. Nunca falta un chiste, la obscenidad del momento, el comentario sobre los asesinatos de la noche anterior, y la popular “ñapa” que le piden.

Que Enilda llegue todos los días a vender en Policarpa, es un alivio para muchas familias. En Cartagena la desigualdad económica es abismal; y el ahorro de dinero en estos hogares donde los miembros son muchos y la plata poca, significa tener vajillas llenas tres, dos, o ninguna vez al día.

El sol en meridiano le indica que debe regresar a su casa. Las cajas antes llenas de víveres ahora lucen vacías, cantando la victoria de otra jornada exitosa. Rosendo espera de pie en la entrada de la casa a su mujer; su falta de ojos no es impedimento para llevar su rutina con normalidad: se mueve con una naturalidad tan grande, y utiliza los elementos que hay en su vivienda con precisión. Por momentos parece que la historia de su ceguera es mentira, y que puede ver todo lo que pasa.



Con sorbos pausados de café, a las cuatro de la tarde Rosendo y Enilda cuentan el dinero ganado y acuerdan cómo invertirlo. Sus conversaciones suenan a las tramas que planean dos espías: el ñame de don Juan tiene gusano; la ahuyama de Pepa está bonita; el Sanjuanero tiene los mamones grandes…

El lugar de Morocha es el estrecho patio cercado con bareque podrido, y la amarran bajo un árbol de totumo donde hace todas sus necesidades. El aire huele a orín seco, y la mojiga se amontona para resellar con barro la cerca, como opción de retraso a su anunciada caída. Morocha tiene fama de trabajadora en Membrillal, y sus crías son apetecidas por codiciados compradores; en dos meses estará lista para quedar en embarazo.

Enilda no complacerá a su familia para retirarse del negocio y darse una vida más tranquila. La comida mueve su diario que hacer, y quizá eso sea lo que la mantiene tan activa y vibrante, más alegre que cualquier joven. Y seguirá vendiendo “hasta que la muerte me separe de la comida”.



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