miércoles, 5 de agosto de 2015

Entrevista - Lucía Demarchi

La matrona del mercado 

Socorro tiene 68 años y es la dueña de un puesto de venta de pescados por la avenida del Lago, en Bazurto. El negocio es familiar, pero todos saben que es ella quien la las órdenes

Lucía Demarchi
Desde su trono de plástico, vestida con ropas blancas y adornada con una flor roja en la cabeza, Socorro dirige. Dirige su puesto de venta de pescados en el corazón del Mercado de Bazurto de Cartagena; dirige a su marido y a sus hijos, que limpian la mercadería para entregarla a los clientes; y, al grito de “¡Oye!”, dirige también a los vendedores ambulantes de aguacate, limones y mangos, señalando con el mentón dónde hay un potencial comprador. Tiene 68 años y se ganó su lugar de matrona de los pescadores del mercado por tener toda una vida en el rubro: nació en una familia de pescadores en La Boquilla y a los 17 años comenzó a vender en Getsemaní lo que su padre sacaba del mar. Cuando el mercado se mudó al lugar que ocupa ahora, fue de las primeras en instalarse, pero en la calle. “Me llevó de trabajo, pero me dio para comprar un local”, explica. Hoy tiene uno de los más grandes, sobre la avenida del Lago, que bordea la parte de atrás del mercado.

A Socorro no se le nota el tiempo que ha vivido. Mulata, exuberante y gritona, se pasea ágil de una punta a la otra de su puesto, levantando cajones, dando órdenes, discutiendo. El negocio es familiar. Se casó con su marido, Santos, en 1964, cuando tenía apenas 17 años. Ese mismo año empezó a trabajar en calle Leclerc, en el mercado de Getsemaní. En esa época cada uno andaba por su cuenta. Él repartiendo mariscos en hoteles cartageneros, ella vendiendo la producción de su padre. “Yo trabajaba independientemente, yo sola, y daba vueltas vendiendo. Si me cansaba acomodaba un puestico donde podía. Cuando el mercado vino pa’ acá también vendía en la calle”, recuerda. Socorro vivió el traslado de los vendedores a Bazurto en 1978. Le dio lo mismo: siempre vivió en La Boquilla y el traslado era largo de cualquier modo. Nunca quiso mudarse: “La Boquilla es aire puro, mar ahí mismo, tierra de pescadores”, dice.



“Papi, ¿tienes aguacate? Déjame tres. Y ¡Oye! Ve allí, págale 5 mil y me traes el dinero”. Socorro se maneja como un director técnico de fútbol en pleno partido. Coordina; indica; a veces, hasta sugiere. Con un movimiento de cabeza, un revoleo de ojos y unas palabras por lo bajo, marca al vendedor de limones cuál debe ser su objetivo: un canoso que acaba de comprar siete kilos de Róbalo.

Cuando se trasladaron a Bazurto, lo de los pescados se transformó en la empresa familiar. Socorro y Santos instalaban todos los días su puesto en la calle. Eso fue de 1978 hasta 2007, cuando juntaron los 11 millones de pesos que necesitaban para comprar el local que ocupan hoy. “Venimos aquí todos los días a las 3.30, pues si llegas más tarde, se acaba la mejor mercadería para comprar y no tienes qué vender”, explica. Es que ya hace tiempo que su padre abandonó las aguas: tiene 88 años. Por eso se abastecen de otros pescadores locales que venden lo que sacan de La Boquilla o El Laguito. Y a veces, cuando el clima está malo, negocian con pesqueras más grandes que traen pescados desde la Guajira, Bucaramanga y hasta de Venezuela.

En el puesto los roles están definidos. Socorro asegura que disfruta procesar el pescado: descamarlos, sacarles las tripas, la cabeza, la cola, filetearlos y hacerle pequeños cortes sobre la piel “para que coja la sal”. Pero no lo hace. Los que blanden cuchillos son Santos y cuatro de sus ocho hijos, que caminaron los mercados desde pequeños. Socorro supervisa, aunque esté haciendo otra cosa: “¡Ese no! Ponle el otro que es más sabroso”.

De a ratos, la mulata se sienta en su silla de plástico a descansar. Los años no se le notan, pero de a ratos le pesan. Esos son los momentos que aprovecha para compartir con sus nietos más pequeños. “Son 17 y tengo dos bisnietos también. Aquí vienen sólo los niños. Los más grandes estudian y no tienen tiempo pa’ esto”.

En los ‘90, la venta de pescado no le dejaba lo suficiente. Por eso durante cinco años trabajó en la cocina de un hotel en Bocagrande. Allí no le tocaba dar las órdenes sino recibirlas, y eso no estaba bien para ella. “Dejé porque no me gusta que me manden. A las personas de servidumbre las atropellan muy mal”, cuenta. Pero ese tiempo sirvió de algo: a cada cliente le brinda un consejo: “Esto lo puedes hacer bien procesadito. Si lo quieren entero, fileteado, con la sal y el limón. O en salpicón, con el arroz y la ensalada”.

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